Una de las grandes tradiciones del aniversario de Ovalle es el concurso literario que impulsa la Corporación Cultural Municipal de Ovalle, en donde la población puede enviar sus cuentos para competir.
En esta oportunidad el concurso llevó por nombre “Ovalle en 194 palabras, en donde los participantes deben cumplir con dicho número de palabras solicitadas.
Tras la deliberación de jurado, el primer lugar fue para “Ovalle, siempre” de Gabriel Oro Leyton, en un relato que rescata diferentes sectores de la capital limarina.
El segundo lugar quedó en manos de “La picardía de los vendedores de antaño” de Gloria De Jesús Maluenda, quien destacó el espejo de agua ubicado en la Alameda y los comerciantes.
El podio fue completado por “Delantal azul marino con manchas de Agorex” de Gabriela Monardez Albanez, quien realizó un homenaje póstumo al zapatero Carlos Albanez.
Por último, cabe señalar que también hubo menciones honrosas para “Paraíso” de Carlos Ardiles Irarrazabal y “Bartolo el sapo de bronce” de Pascal Stefania Palma Cortes.
PRIMER LUGAR: OVALLE, SIEMPRE
Autor: Gabriel Oro Leyton
Era domingo por la tarde y yo atravesaba la centésima crisis existencial del año. Salí de la cama y caminé al centro, sabiendo que, salvo por un par de chinos, no encontraría nada más abierto. Pero seguí, hasta llegar a la esquina del City Point. El Paseo Peatonal estaba completamente vacío. El viento me saludó como siempre, y yo le respondí. Me quedé ahí un momento, aunque ya estábamos en mayo y hacía frío. De pronto, apareció otro viento, y otro. Los vientos me rodearon, envolviéndome en un remolino suave hasta elevarme. Desde allí vi todo: la Alameda y su espejo de agua, los techos de las tiendas, el caleidoscopio de árboles en la Plaza. Las palomas volaron para acompañarme y los perros me ladraban con alegría. Llegaban más vientos de la cordillera, del cerro Tamaya, del desplazado río Limarí. Traían sonidos de trenes, balidos de cabra, pisoteos de uva, campanadas, mientras observaba los pocos barrios antiguos que resisten, y las casas y edificios nuevos. Al final, me senté en una nube, fundiéndome en el atardecer. Respiré profundo y dije –Siempre ha estado Ovalle–. –Y tranquilo, que siempre estará–, respondieron los vientos.
SEGUNDO LUGAR: LA PICARDÍA DE LOS VENDEDORES DE ANTAÑO
Autora: Gloria De Jesús Maluenda
Sentada en la alameda, frente al espejo de agua, mis recuerdos se reflejan en esta piscina, como si el tiempo se hubiera detenido.
Llegan las micros del campo, es día de feria y la ciudad se vuelve más bullente.
Compradores y vendedores se confunden con sus pregones picarescos.
– ¿Señora, viene con su cuerito? – entre risas la señora desembolsa un cuero de cabra overa que trae para la venta.
Otro vendedor ofrecía su mercancía – ¡los traje peluos, los traje pelaos y olorosos los duraznos!…
Y no faltaba el que traía los higos, – ¡los traigo chuñuscos ,- ¡ los traigo negritos ! – ¡los traigo colgando! –
Luego aparecía, el hilo marca cadena – ¡hilo teengo negro, hilo teengo blanco!- y lo teeengo largo!- las risas y chistes maliciosos cundían. Mientras el vendedor seguía ajeno a las bromas, con su andar pausado mientras su pregón trepaba por la sombra de los chañares y algarrobos confundiéndose con el canto de los gorriones.
Aunque la ciudad se vuelva cemento y luces, suele aparecer la campiña con su olor a fardos de pasto, frutas y queso de cabra.
El agua danzante chispea mi cara, vuelvo al presente.
TERCERA LUGAR: DELANTAL AZUL MARINO CON MANCHAS DE AGOREX
Autora: Gabriela Monardez Albanez
Don Carlos Albanez era un hombre alegre, de esos que saludan a todos con una sonrisa.
En la reparadora de calzados de calle Arauco, pasaba sus días arreglando zapatos y conversando con quien pasara. No hacía distinciones: le hablaba lo mismo al médico que al curadito de la esquina. Siempre tenía un chiste bajo la manga y una historia que contar.
Le gustaba tomar vino con Coca-Cola, mientras escuchaba rancheras y lustraba un par de botas gastadas.
Pero un día, don Carlos se enfermó. De la noche a la mañana, sus ojos cambiaron de color. Ya no eran claros, risueños ni vivos, sino opacos, como si el alma se le hubiera empezado a ir de a poco. Falleció en silencio, como cuando se apaga una vela.
La ciudad lo sintió, pero fueron los del campo y los comerciantes de calle Arauco quienes más lo lloraron. Llegaron vecinos de San Julián y de otros pueblos a despedirlo.
Hoy extrañan su risa contagiosa y las historias que contaba mientras martillaba una suela.
Yo extraño su presencia, sus ojos y su sonrisa.
Tuve la dicha de llamarlo abuelo, pero no supe aprovecharlo. Por eso escribo sobre él.