Crónica de un rescate en las alturas

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    Tres uniformados de Carabineros se aprestaron a realizar un patrullaje de Soberanía en la cordillera, límite con Argentina.

    Ensillaron sus caballos, revisaron sus instrumentos de orientación, chequearon sus armas y municiones, incluyeron provisiones y todo lo necesario para las largas y solitarias jornadas de supervisión que han llevado a cabo más de una vez y que suelen durar un par de días. Es parte de su rutina, son sus labores.

    Dependen de La Sub Comisaría de Salamanca, pero parten de La Avanzada temporal fronteriza de San Agustín, a unos 30 kilómetros de la linde transandina. Con paso seguro y continuo, parten los tres uniformados en esa pequeña caravana montada cuyo objetivo es revisar que todo esté en orden, que los hitos limítrofes sigan demarcando las superficies de las naciones hermanas y que los crianceros que han subido a las veranadas sientan la protección y seguridad que les han prometido los cuerpos policiales.

    Quema el sol del verano, el viento seco y frío les pega directo a los rostros. Los cascos de los caballos pisan piedra y polvo en un continuo martillar de doce herraduras que suben a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar.

    Por sobre los 4mil metros  sobre el nivel del mar un gemido que no llega a ladrido llama la atención de los uniformados y pone en alerta a los caballos. En la soledad de la montaña solo el viento sobre los pocos y pequeños arbustos es capaz de generar algún ruido.

    No es un grito de auxilio, aunque lo parezca. No es un llamado, es un quejido. A esa altura y bajo esas condiciones nadie puede llamar a quien no vendrá, sólo queda boquear para aliviar un dolor que carcome desde adentro.

    El Sargento 2do. Sergio Salfate Pizarro, el Cabo 1ro. Deni Valenzuela Tabilo y el Cabo 2do. Sebastián Ramos Jofré, se miran extrañados, ninguno dice nada pero saben que alguien no está bien. Los cascos de los caballos siguen su andar y el lamento se escucha más fuerte. Pero a nadie divisan los uniformados.

    Más allá de unas piedras y unos papayos silvestres una figura cansada y anémica apenas puede respirar. Es una perra mestiza con algo de pastor alemán. Desorientada y exhausta , espera una muerte que no terminó de llegar.

    Ahora sí se hablan los uniformados, se ponen de acuerdo en lo que deben hacer con la canina a la que han bautizado Milagros.

    Le dan un poco de agua, un poco de suero y un tarro del atún que les tenía que mitigar el hambre. Comparten sus provisiones con su nueva amiga, esperanzados en que pueda llegar con vida al punto policial. Está tan debilitada que no alcanza a caminar por su cuenta. La envuelven en tela y la suben a una de las bestias.

    El patrullaje ahora tiene más sentido. Están salvando una vida, que de otra manera hubiese terminado bajo el abrazador sol veraniego o el frío nocturno de la cordillera. Quizá la “pelá” estaba tan desorientada como la peluda apagada.

    Inician el regreso confiando en que el tiempo les dará nuevas oportunidades. No se equivocan. Más abajo el balido de una caravana de cabras le dio una idea a los rescatistas.

    -¿Oiga le hago una consulta? ¿Nos podría dar un poco de suero de cabra pa’ esta pobre perrita? Le pidieron al criancero.

    -La que necesite nomás poh!

    Y con esa alimentación llegó al puesto de San Agustín a iniciar su recuperación. Un par de días después ya Milagros puede caminar y los uniformados saben que cumplieron con su misión. El puesto tiene una nueva aliada arrancada de los colmillos de una muerte cordillerana que se tardó en aparecer.